La tarde de ese verano le había regalado un agradable frescor con olor a pepino y limón.
Apiló el montón de cartas a su lado y fue tomando una a una.
Cada carta correspondia a una misma persona, que en el transcurso de 30 años habia pasado por mas de estado emocional persistente, pero a pesar de eso ella aun le quería.
Tomo un cuchillo de su morral y cortó un pedazo de manzana, escasas en esos tiempos.
Contemplo el cielo, de azul palido y ceniciento, pero del cual ya estaba acostumbrada.
Ese lugar lo había convertido en su santuario años atrás, cuando al fin pudo huir del barullo de la metropolis.
Tener cartas en papel poliuretanizado era un recuerdo tangible y lleno de afecto, el cual llevaba siempre consigo.
Tomó la primera.
Mientras leía recordaba cada sentimiento que le embargaba en esos días, volvia a tener 30 años, y todo parecía un torbellino de pensamientos confusos pero esperanzados.
Una abeja se posó en su manzana.
Siguió tomando carta tras carta. El dolor de estomago, las emociones entrecruzadas y la desepciones nuevas volvian. Pero siempre cada año las cosas se veian con esperanzas. Cada año los sentimientos crecian, pero a la vez hacian mas daño.
Carta tras carta veía a su remitente ir y volver, sus cambios, sus ideas, sus planes y promesas cambiaban con la luna, y provocaba mas vacio en su interior.
Recordó como la amarró su persona, tomando el resto de su vida a la ligera con otras personas.
Vio en esas cartas como había sido que su corazon y mente se endurecian.
Cuando se alejaba de ella en su primer matrimonio, cuando quería mas hijos, cuando viajaba con su familia.
Aveces el fue su escusa, su protector, su amigo, su pena y su nada.
Cuando la tarde se empezo a tornar rojiza llegó su marido a buscarla.
Él sabía del ejercicio de alma que hacía su señora cada Julio.
Cuando se conocieron le habia costado entrar en su corazón y mundo, pero al fin le habia mostrado un nuevo comienzo, logró cerrar un ciclo eterno.
Todo los recuerdos los habia desechado, salvo esas cartas, esas viejas y marchitadas cartas, como las manos de quien las leía y releìa.
Ella levantó al fin la vista y se cruzó con esos ojos brillantes que jamás perdieron juventud.
Estiro su brazos hacia el, y se incorporó con cuidado. Lo abrazó y caminaron juntos a su casa.
La brisa movio su falda y se entrelazo en su cabello.
Había terminado su ritual anual que le habia dejado el tiempo.
Tomó con fuerza el brazo de quien la habia ayudado a levantarse de todo en su vida.
Mira hacia la luna y pensó - ya es tiempo de tirarlas.